Mientras las luces de farola vuelven a conquistar los rincones de las calles vacías de diciembre, el helador frío del invierno recorre los tejados del atardecer muriendo en las chimeneas abandonadas de calor. Si fuera esa hoja muerta que cae lentamente del árbol marchito, culparíamos de su desventura al tiempo tan breve de la luz del sol en el invierno o al viento implacable sobre las copas de los árboles urbanitas y complacientes. Si fuera esa lánguida hoja aparcada en la acera, echaríamos en falta su verdor en primavera y su renacer coronando el más cálido de los veranos desde su posición vigilante.
Sin embargo, también se apagan las luces en el cielo; también se funde con el negro dramatismo de la noche el final existencial de la piel y la carne, como lleva el río en su corriente esos retazos de hojas desmayadas. Entonces, ¿es cierto que vivimos cada minuto de la resta a toda una vida por vivir? Lo lógico es pensar que morimos lentamente. Pero contradeciré este pensamiento de índole difuso, pues mueren lentamente quienes evitan la pasión, la secreta satisfacción del blanco y el negro, la contradicción de la sonrisa y el bostezo, la infinita decadencia de los tropiezos o las puntillas en la escalera para reprimir el ruido.
Mueren lentamente los que no hacen ruido al andar, los que viven con poca prisa, los rezagados que no buscan madrugar y terminar muriéndose de sueño. Mueren lentamente los que no dan un golpe a tiempo sobre la mesa, los que olvidan sus orígenes y miran por encima del hombro al resto de mortales, los que oyen sin escuchar. Pero hay generaciones del desengaño, de la dificultad que supone un valor añadido y enfrenta a la realidad con la verdadera y cierta ficción.
Entonces, en ciertos días de nuestra catástrofe personal de ir muriendo lentamente, las máscaras caen. Dejamos de creer, neutralizamos esa prisa y ese nulo instinto de supervivencia que cada día nos caracteriza más y más. Finalmente, hacemos caso de esa silla vacía junto a nosotros, cerca del borde de esa mesa desgastada por los años y por las manos que han posado su dorso en cada generación. Y allí está, vacía y solitaria.
Esa silla vacía es el resultado catastrófico del propio existir, cuando el morir lentamente equivale a una vela encendida durante decenios que termina por consumirse. Arrugas de expresión, de frío y viento, líneas de pensamiento y pentagramas repletos de música; de ancianidad, de madurez, de ver correr el tiempo fotograma a fotograma, de no cejar jamás en el empeño y levantarse una y otra vez. Sillas vacías que anuncian su regreso con las fechas de la reunión bajo la redención del diciembre tardío entrelazadas con las fechas que anuncian nacimiento, pero también recuerdo. Sillas vacías que saben a copa de cristal en soledad, eterno regreso al principio del fin, anécdotas, risas y mucho más.
Sin embargo, vuelven los días cada vez más largos hasta regresar a esa primavera.
Pero esa silla vacía jamás estuvo tan llena en presencia de su dueño y tan vacía en apariencia. Las grietas hacen temblar los cimientos y aunque el dolor es real como las anteriores revoluciones, la transmisión de ideales o la valentía de los guerreros, las estrellas saben su lugar en el cielo.
Mantened vuestro rumbo y vuestra meta y con cada estación, regresaréis. Las estrellas aunque en su multitud son difíciles de contar, llenan ese hueco de oscuridad en el corazón. Las sillas vacías siempre se cuentan, pero no juegan un papel relevante en nuestra historia. La fotografía de los recuerdos siempre permanece hasta en la mente más débil y suple ese hueco que se encuentra entre la garganta y el esternón.
Esa silla vacía…